Vivimos estos días una urgencia inusitada respecto a la reforma del sistema de pensiones de nuestro país que debería hacernos reflexionar sobre las causas que han provocado tal apremio, cuando muchos de los planteamientos no tendrán efecto hasta haber transcurrido varios años. La actual crisis económica ha disparado todas las alarmas sobre la capacidad de las sociedades democráticas modernas para sostener el bienestar social que fue constitucionalizado hace décadas en todo Occidente y del que ningún ciudadano moderno admitiría ya renuncia o excesiva merma alguna. Sin embargo, el problema existe sobre la mesa desde hace muchos años en que se creó el estado del bienestar y parece inevitable que reviva cuando sobrevienen épocas de declive económico como la actual en las que muchos denuncian a un sistema que garantiza ciertos derechos a todas las personas, cuesten lo que cuesten y esté la economía como esté.
Por un lado tenemos claro que la democracia representativa es nuestro modelo ideal de sistema político dentro de todas las posibles opciones y experimentos políticos planteables; eso ya poco se discute tras el aprendizaje de la historia, y por otro lado estamos ya convencidos de que el Estado Social de Derecho en el que vivimos es el mejor sistema de los posibles para garantizar una mínima igualdad, justicia social y respeto a la libertad del hombre a los que podemos aspirar sin dejar de ser tan “humanos”. Pero, ante ello, nos damos cuenta de que existe un problema de financiación de este tipo de sociedad y que éste es tanto mayor conforme mayor es su solidaridad y el perdón a tantos y tantos ciudadanos de que no sean productivos, no sean capaces de desarrollar un trabajo de calidad o simplemente no tengan buena suerte en la vida.
No parece difícil financiar una comunidad de individuos perfectamente aptos, de excelente nivel profesional, con formidable salud, considerable fuerza e inteligencia pero sí es muy complicado financiar una sociedad real, con personas enfermas, niños que deben ser niños, ancianos que ya no pueden trabajar, trabajadores holgazanes o deficientes, y en definitiva una gran masa de personas a las que denominamos eufemísticamente clases pasivas y que no podemos “abolir” como muchos parecen (entrelíneas) pretender.
Afortunadamente, en los países desarrollados seguimos pensando en toda persona como algo valioso y digno de respeto y consideramos que el Estado, sostenido por todos los ciudadanos en una democracia, debe protegernos a todos, y más especialmente a los que precisamente menos le aportan. Ese dilema de si los que mejor están situados en la vida deben hacer algo por los que menos tienen, sigue y seguirá siendo siempre planteándose a lo largo del tiempo porque está incrustado en la base misma de la naturaleza humana. El hombre vela por su interés personal y busca sin excepción en todo acto y decisión una ganancia económica (en el sentido más genuinamente clásico del término) lo que le estimula para ser mejor, pues es imposible escaparse de la lógica de que si se consigue ser mejor que otros, se conseguirán mayores gratificaciones y se vivirá mejor que ellos. En dicha lógica se sustenta el sistema capitalista que defiende la clave del esfuerzo personal y la competitividad para incrementar la riqueza personal y, dentro de dicho sistema, la riqueza global colectiva (léase Adam Smith). Sin embargo, aunque sabemos que la riqueza global colectiva es eficazmente aumentada por el capitalismo, no podemos ignorar que dicho sistema, exento de acciones solidarias y redistributivas fracasa en la protección de los más débiles, los menos aventajados y en definitiva, los que peor saben o pueden competir ante los mejores sin que políticamente se intervenga para arreglarlo.
El Estado del bienestar pretende corregir esa desigualdad de algún modo, sin interferir excesivamente en la maquinaria del capital, sin pretender lesionar el complicado engranaje que lo hace funcionar con la única lógica del lucro individual que antes cité (porque no podemos ir en contra de la naturaleza humana), pero sin poder eludir entrar en una dinámica totalmente diferente que es la del sacrificio por aquellos que menos contribuyen al sistema, y de la solidaridad con los que simplemente quedan a remolque del sistema productivo. Esta faceta, tan indeseable para los mayores defensores de la máxima libertad del capitalista, es vista con mayor insolencia por tales precisamente cuando la economía entra en crisis. La crisis de la economía lleva siempre invariablemente a la crisis de la solidaridad porque la solidaridad es odiosamente cara para que el paga y más aún cuando éste se encuentra más comprometido en su “negocio”, aunque sea siempre beneficiosa para todos al fin y al cabo (¿quién no ha sido niño?, ¿quién no ha estado enfermo?, ¿quién no se jubilará de anciano si llega a la edad?)
Entrando en materia en el asunto de ese pilar tan importante del estado social de derecho como son las pensiones a las clases pasivas, en esa urgencia provocada por la preocupación sobre la viabilidad de un sistema que debería durar para siempre, podemos ver claramente que existe un doble debate que se genera a partir de ese supuesto de que el sistema es incapaz de ser todo lo solidario que se preveía, es decir, que el sistema es insostenible si no se reduce algo la solidaridad y/o no se mejora su justicia. Este debate doble consiste por un lado en la constatación de un problema de sostenimiento de la financiación y por otro, en la mejora de su gestión para hacerlo más justo y adecuado a los fines a los que sirve.
En el problema de la financiación se piensa que se puede reducir la carga económica que soporta el Estado invocando medidas que inciden claramente en una reducción de las prestaciones (congelación de las pensiones, supresión o reducción de algunas de ellas como las de viudedad, etc.) o que limitan o endurecen el acceso a las mismas (prolongación de la edad de jubilación, aumento del periodo de cómputo de vida laboral, mayor fidelidad en la equivalencia proporcional entre cotizaciones y salarios, etc.) Cualquiera de las medidas citadas resultan económicamente lógicas pero debemos insistir en que pueden venir acompañadas de esa factura contrasolidaria de la que vengo hablando.
Respecto a esa otra parte del debate que consiste en perfeccionar el sistema para hacerlo algo más justo, se proponen otras medidas que en muchos casos cumplirían paralelamente con la finalidad de hacerlo algo más sostenible (lucha contra el fraude, armonización de derechos de trabajadores en régimen general y autónomos, contención del abuso de las jubilaciones anticipadas, etc.)
Curiosamente se suscita una polémica de base, en este apartado, que nunca deja de resurgir una y otra vez, la de si es más justo un sistema de reparto como el actual (“caritativo”) o un sistema de contribución individual (capitativo). El dilema entre el sistema caritativo y el capitativo es nuevamente, en el fondo, el dilema de la solidaridad, pero muy probablemente acaba siendo un debate algo estéril e incluso diría yo, financieramente semántico, en ciertos aspectos. Las razones de ello se ven cuando nos preguntamos si el Estado seguiría teniendo la obligación de atender socialmente a las clases más desfavorecidas en un vigente Estado del bienestar a pesar de que existiesen numerosos trabajadores que se hubiesen acogido a un sistema capitativo. Si la respuesta es sí, nos encontraríamos que el Estado tendría por un lado la misma carga social que mantener, y por otro, esa carga de compromiso que supondría dar a cada trabajador lo suyo en exacto cumplimiento del contrato de inversión que éste hubiera formalizado. Al final, lo que vengo a decir, es que, siendo uno u otro sistema el que se decidiera, el Estado sería en último extremo el que tendría que pagar la factura social que existiera, por lo que podría ser igual de irrelevante considerar que el trabajador está ingresándose un dinero para su futuro de pensionista que considerar que está sosteniendo el actual sistema y adquiriendo con ello un derecho de ser atendido en el futuro en idéntica proporción a la de la aportación efectuada a la largo de su vida laboral. Por ello parece claro que un Estado solidario siempre va a repartir, y que lo hará con aquel dinero que, vía impuestos o vía ese otro tipo de impuestos denominados cotizaciones, obtenga en cada ejercicio.
Si la propuesta es, sin embargo, que existiera un sistema capitativo no gestionado por la Administración sino en manos privadas, lo cual es un planteamiento de corte claramente neoliberal pues se acompañaría ineludiblemente de la exigencia de dejar de tener que aportar al Estado las cotizaciones correspondientes del trabajador, evidentemente, bajo este supuesto, no habría ya Estado del bienestar alguno pues la posibilidad de redistribuir se habría visto totalmente suprimida.
Lo cierto es que parece curioso que sea exclusivamente en el tema de las pensiones donde exista un debate sobre qué modelo debería seguirse cuando dicho debate nunca sería admitido en otros órdenes como por ejemplo la sanidad o la educación. ¿Admitiríamos que debiera existir una inversión en educación equivalente al número de hipotéticos cotizantes que fueran padres con hijos en edad escolar en ese momento? ¿Admitiríamos que se pudiera reducir la calidad de la sanidad alegando que las clases trabajadoras sanas no son suficientemente potentes para mantener con unas hipotéticas cotizaciones la financiación del sistema sanitario? En estos temas nos queda claro que la financiación es pública y a fondo perdido, obtenida por los correspondientes impuestos de toda la sociedad y que ello no puede estar nunca vinculado al equilibrio entre el ingreso obtenido de unos hipotéticos cotizantes y el gasto generado por los beneficiarios de la protección estatal de ese momento (aunque antaño sí existió tal relación en materia de Sanidad, que felizmente fue superada.)
Por ello, no existe aún la noción en el asunto de las pensiones de que el Estado deba sostener su coste sin más desvinculándose de cualquier condicionamiento demográfico, y se sigue inevitablemente vinculando a un sistema con la lógica de un seguro el cual depende muy notablemente de un equilibrio entre las clases activas (“clientes” cotizantes) y las clases pasivas (“clientes” beneficiarios). Bajo esa perspectiva las medidas a las que se apela para su sostenimiento, ante la amenaza demográfica de una creciente población pasiva y una decreciente población activa, son siempre las mismas, las que provienen de una lógica empresarial. Si hay mucho cliente demandando compensaciones económicas, hay que reducir esa carga o gravar a los clientes que sostienen la economía de la empresa para ajustar la cuenta de resultados. Esa lógica es económica, no política ni social y fracasa sistemáticamente en ignorar una realidad peculiar en todo este sistema, el factor productivo. En el caso de la lógica empresarial también existiría y sería claramente el simple intento de incrementar el número de clientes pagadores (cotizantes).
El factor productivo sería aquel que hace que una sociedad tenga una capacidad equis de generar empleo y generar un empleo de calidad. Un sistema de reparto como el actual basado en cotizaciones es un sistema que depende del nivel salarial promedio (a mayor calidad salarial mejor ingreso en cotizaciones) pero muy especialmente de la masa de empleados como bien sabemos; por tanto, la capacidad de una sociedad de generar mucho empleo es la de una sociedad más productiva y por tanto la de una sociedad rica que no padezca ningún quebranto ni compromiso especial a la hora de poder mantener la protección de su bienestar.
Causa bastante sorpresa que se invoque una y otra vez el factor demográfico en el que existe ese pavor al exceso de clases pasivas impagables y se propongan medidas que limiten el acceso a esa condición de pensionista como la prolongación de la edad de jubilación por ejemplo, teniendo a la vez una de las tasas más elevadas de paro de las democracias avanzadas. Si existen muchas personas en edad y condición de trabajar que podrían producir y cotizar ¿por qué la solución sólo pasa por dificultar que los trabajadores alcancen la jubilación? Es una medida dudosamente social que perjudica a unos e impide la liberación de puestos de trabajo a los que podrían acceder los jóvenes en paro y otros tipos de desempleados y que elude entrar en lo que sería realmente beneficioso y eficaz par el sistema, implicar a todos los ciudadanos en el sostenimiento económico del país, reduciendo a cero las reservas de trabajadores desempleados y entrando así en la vía del pleno empleo. Debemos reconocer no obstante que el equilibrio entre clases pasivas y activas es imprescindible para el adecuado sostenimiento del Estado del bienestar, si éste debe seguir siéndolo y aspira a mantener su nivel de solidaridad, pero para lograr ese equilibrio, tan importante o más que optimizar la gestión pública, es alcanzar una economía fuerte y desarrollada que permita generar los ingresos apropiados que nutran al Estado para que éste sea capaz de sostener dicha sociedad solidaria sin gravar más de lo debido a aquellos que integran el sistema.
Hoy día, el hombre contemporáneo reclama mejor calidad de vida, mayor tiempo para sí mismo, mejor conciliación entre su obligación de trabajar y su deseo de disfrutar de la vida. Un mejor logro de la esperanza de vida y de las condiciones de salud no deberían verse sistemáticamente penalizados por la exigencia de seguir atrapados en la obligación de trabajar y producir, sacrificándose así siempre una y otra vez por el bien de la economía. Habría que buscar aquellas fórmulas que permitieran generar una realidad distinta que lograran la posibilidad de un mejor desarrollo del hombre en todos los niveles que no se viera obligado a renunciar a la lógica del bienestar de los nuevos tiempos. Conseguir eso puede parecer imposible pero quizás no lo sea. De cualquier modo, sin aspirar a ello decididamente jamás se logrará.