Sobre el eterno retorno de la invasión del Estado por el pensamiento religioso

El gran logro de la evolución del Estado fue la consumación de la separación Iglesia-Estado. Desde que se asumiera que el Estado no debía ser confesional se alcanzaba un grado de madurez política que protegía al mismo de ejercer su acción sin la obligación de hacerlo sometido a un credo religioso o unas creencias que, por lo común, suelen blindar una visión de lo correcto y lo incorrecto en términos morales y que impide cumplir con la sagrada función de las democracias liberales avanzadas de respetar la libertad individual, garantizar la seguridad de todos los ciudadanos sin excepción y respetar a las minorías. Hasta el siglo XIX el principal exponente del pensamiento religioso eran las creencias religiosas, en sus diversas variantes (cristianismo, judaísmo, islamismo, …) Y éstas, hoy día, siguen teniendo una fuerza y vida tremendamente poderosas, pero a partir de los grandes movimientos ideológicos del siglo XIX (comunismo, anarquismo, etc.) surgieron nuevos constructos e idearios, en esencia moralizantes, que, bajo el supuesto pretexto de salvar igualmente al hombre, lo que hacen es crear nuevas religiones políticas con características muy similares a las religiones clásicas y con modos de acción idénticos que pretenden la fijación del pensamiento único, la supresión de las libertades individuales (y muy especialmente las de pensamiento y expresión), la prohibición de las alternativas ideológicas, la estandarización de las conductas individuales y colectivas, el control de las vidas privadas de los ciudadanos, el ejercicio central y absoluto del poder político y la censura e incluso aniquilación de los disidentes. Queda claro que este tipo de influencia es nociva y lo será siempre para el Estado moderno, racionalista e ilustrado, pero no parece que se haya conseguido evolucionar lo suficiente en el progreso humano como para configurar una organización de un sistema político de estado que pueda preservarse de las contaminaciones referidas perpetradas por las religiones políticas. El Estado confesional pone a la religión en el centro de la política y en el corazón de la sociedad, y destruye la libertad de los ciudadanos convirtiéndolos de nuevo en súbditos de un sistema coactivo de poder con aspiraciones absolutistas totalizadoras, análogo al de tiempos pretéritos. La moderación política y por tanto la eliminación de los supremacismos religiosos, sociales o políticos, la aceptación con naturalidad de las diferencias, el respeto sagrado de los derechos fundamentales y la protección de todos los ciudadanos sin excepción deben ser y deberán ser siempre las claves sagradas de un estado que se pueda considerar civilizado y transtemporalmente avanzado.

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UNA REFLEXIÓN BREVE SOBRE LA FINALIDAD DE LA PENA DE PRIVACIÓN DE LIBERTAD

Resulta común ver en los medios de comunicación a personas que han sido víctimas directas o indirectas de un crimen reclamar “justicia”. ¿Qué se supone que están demandando realmente? ¿el adiestramiento y reinserción social del criminal o más bien que se le castigue visiblemente por su horrendo acto?
Las víctimas, en lógica reacción humana, lo que suelen pedir realmente es algún tipo de compensación o incluso venganza, pero, por prudencia y por sumisión social, tan sólo solicitan la única que el orden jurídico establecido les permite pedir para compensar de alguna manera su frustración por el tremendo daño recibido, lo que básicamente se resume en que el reo “pague” algo, sufra algún castigo a cambio de la acción nociva cometida. Eso, en términos reales, lo que se traduce es, en que cumpla la mayor pena judicial que pueda corresponderle.
El sentido real de la pena es eliminar de la circulación y de la convivencia a quien ha demostrado ser capaz de exceder desproporcionadamente su ámbito de libertad y dañar seriamente a otro, pero por otro lado también el de castigar a quien ha hecho eso, dando cierta satisfacción y tranquilidad a quienes sí han renunciado a exceder los límites de su ámbito de libertad, los buenos ciudadanos. Sin embargo se dice que es para reinsertarlo socialmente. Esa es la gran hipocresía y, a partir de ahí todo queda fuera de su sitio cuando se analiza esta problemática y se pretende dar soluciones adecuadas a ciertas demandas de las víctimas.

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SOBRE EL DILEMA CIENTÍFICO DE LO SOCIAL

Un problema sustancial de las ciencias sociales y de los estudiosos de las mismas es la apelación continua al criterio de autoridad. Esto apenas sucede en las ciencias exactas. A nadie le sorprende que un sociólogo, filósofo o politólogo invoque a tal o cual autor, que dijo o escribió no se qué aforismo o razonamiento, para justificar la lógica o autenticidad de un determinado argumento, y sin embargo sería insólito encontrarse con idéntico hábito en un físico, ingeniero o médico. A diferencia de los intelectuales de lo social, los científicos exactos apelan a leyes científicas, hechos suficientemente demostrados o datos estadísticos de probada validez para esgrimir cualquier aseveración que pretenda demostrar la veracidad de algo. Por ello, sería sorprendente que un médico, por ejemplo, asegurase que un medicamento funciona porque Paracelso así lo dijo, o que un tejido es patológico porque Virchow así lo estimó en sus tratados. Me parece que los académicos de lo social pierden mucho tiempo en leer a autores que opinan sobre todo lo habido y por haber, y por el contrario, dedican poco en intentar elaborar rudimentos de lógica científica, a modo de leyes fundamentales o elementales, sobre los hechos sociales que pretenden analizar. Esa es mi gran crítica a las ciencias sociales y a la manera de entender el trabajo de investigación en las mismas en manos de la gran mayoría de sabios que a ellos se dedican. En definitiva, no se trata tan sólo defender el empirismo como método fundamental en el estudio de lo social sino de intentar centrarlo todo en la base fundamental del científico, un método científico, para el estudio de lo humano y lo social. Que alguien escribiera algo no significa que sea cierto hasta que todos comprobemos que es así empíricamente y sea científicamente irrefutable, a los ojos de todos. Aspirar a que las ciencias sociales puedan ir conformando un conocimiento consistente basado en esta sistemática no debería ser algo a lo que pudiéramos ni debiéramos renunciar.

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SOBRE PAGAR A TODOS UN MISMO SALARIO

Tuve yo en su día una discusión con un compañero de la carrera que se atrevió a decir que todos los trabajos eran igual del importantes y todos los méritos laborales iguales. Llegaba a afirmar que un médico debía cobrar lo mismo que un albañil.

Su argumento principal era que todos éramos iguales y que no había derecho a que alguien cobrara más por su trabajo por considerarse que éste era más importante que el de otros. Este es un ejemplo más de la igualación forzada. Algunos piensan que, puesto que somos diferentes en capacidades y posiciones de salida, y eso determina consecuencias diferentes, es necesario convenir una posición igual para todos de manera arbitraria, como pensando que eso es lo definitivamente justo.

El argumento de que todos partimos de posiciones diferentes en la vida y que eso le confiere una ventaja injusta a los privilegiados e injusta a los desfavorecidos tiene su sentido, y el intentar equilibrar eso de algún modo podría ser de cierta lógica, pero el impedir a las personas más capaces y con mejores rendimientos intelectuales, laborales, creativos, etc. ser premiadas y por ello positivamente diferenciadas respecto de aquellos que no cuentan con esas aptitudes o que no tienen la debida actitud, sería profundamente injusto y determinaría una penalización hacia al excelente, que no se puede consentir por ninguna sociedad desarrollada. Lo justo no es sólo pensar en el que está detrás, lo justo es pensar siempre en todos sin excepción.

Que un profesor pusiera en su clase un aprobado general a todos sin tener en consideración quiénes realizan un mayor y mejor esfuerzo frente a los que no, además de ser injusto, provocaría un efecto de anulación de uno de los principales espíritus que mueven a una persona a trabajar, el mejorar su estatus, el prosperar y el superar a otros en sana competencia. Iría en contra de la lógica económica del ser humano y fomentaría la degradación de los miembros del grupo y la congelación de sus voluntades de perfeccionamiento.

Por otro lado, es también justo compensar mas a quien más dedica tiempo, esfuerzo y responsabilidad en el desempeño de una función. Tiempo, esfuerzo y responsabilidad que otros no quieren o no pueden dedicar y que sería injusto que tuvieran premiada cuando éstas no existen.

En el aspecto del tiempo no hay que pensar sólo en aquel que se dedica a ejercer la función operativa concreta ante otros, sino en el que se ha requerido emplear para estar lo suficientemente preparado y seguir estándolo para adoptar decisiones inteligentes y de la debida calidad. En este sentido, a un médico, por ejemplo, no se le paga sólo por el tiempo que dedica a la atención concreta del paciente, sino por dedicar dicho tiempo más el que ha necesitado para estar lo suficientemente preparado como para que sus decisiones estén bien elaboradas. La decisión de un trabajador de una actividad meramente mecánica (albañil, conductor, etc.) probablemente no requiere más que de unas ciertas horas de práctica inicial y de poca exigencia intelectual continua. La decisión de un profesional reflexivo probablemente requiere de muchas horas previas de estudio, y de muchas más de actualización de los conocimientos en función del grado de olvido y del contraste de tales con la experiencia.

Por tanto, parece evidente que no se puede forzar a la igualación de todo el mundo, pensando en beneficiar con ello a los menos favorecidos, sin lesionar los justos derechos de todos aquellos que sí hacen algo más por los demás, aunque eso suponga lucrarse ellos mismos o fomentar su propio desarrollo personal, lo cual no debería ser nunca considerado como algo ilegitimo o inapropiado. Es una lógica económica humana contra la que es estúpido luchar.

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LAS TEORÍAS DE LAS REVOLUCIONES

Son muchas las teorías que intentan explicar por qué surgen las revoluciones y cuáles son las verdaderas causas de que una determinada situación social y política de base provoque el estallido de las mismas. Se han realizado numerosos estudios, algunos de ellos incluso empíricos, pero seguimos aún sin saber realmente por qué se producen las revoluciones, o mejor dicho, por qué se producen en algunos sitios y momentos y por qué no se producen en otros cuando todo debería conducir a ello.
La idea de que las revoluciones siempre tienen en su fundamento una situación de pobreza o estrangulamiento económico social de la población es bastante aplaudida y ciertamente no parece haber revolución en la que no exista ese caldo de cultivo previo de una población oprimida que pasa hambre o necesidades, pero nuevamente volvemos a la polémica de por qué en tantos sitios donde la gente se muere literalmente de hambre, no se desencadena una revolución. La idea de que un pueblo sujeto a una represión y falta de libertades individuales y colectivas (políticas y civiles) es también una causa necesaria que subyace a muchas revoluciones podría ser válida como factor de base pero no parece ser condición segura cuando tantos pueblos políticamente oprimidos en la historia y en el presente actual (estados de Oriente Medio, dictaduras africanas, Corea del Norte, Cuba, etc.) residen en esta situación y eso no basta para que el pueblo se rebele y eche abajo el régimen político que les asfixia.
Luego, insisto en que se invocan muchas condiciones pero no se da con la clave esencial de por qué estallan o no las revoluciones. También es cierto que por muchas razones que se planteen en una situación previa de carencia de derechos o de precariedad económica, parece claro para muchos que deben existir uno o varios detonantes de las revoluciones. Se ha hablado por ello de los detonantes políticos y sociales, del manejo de las élites, de los líderes cardinales, etc.
Son muchos factores los que claramente intervienen, y parece cierto que, cuando hablamos de fenómenos sociales es imposible encontrar una causa única que todo lo justifique sino más bien una constelación de factores causales y catalizadores que en su concurrencia provocan el fenómeno social de la ruptura violenta con el estatus-quo y con el sistema político-social del momento.
Pese a todo, a mí se me ocurre que existe una condición imprescindible en toda revolución y que jamás deja de estar presente por ello. Podría ser considerado como un factor causal o detonante quizás, o como un factor de concurso en el proceso, pero es ineludible y jamás está ausente; me refiero a la sincronización social. La misma que se ve cuando todo el mundo acude al trabajo a la misma hora punta, o se marcha de puente en el mismo día. Ese factor de la coincidencia al mismo tiempo de muchas personas en el logro de un objetivo es la clave de toda revolución.
Hoy día en el Norte de África estamos asistiendo a lo que ha venido en denominarse las revoluciones de Túnez y Egipto. También en otros países no democráticos del entorno han puesto sus barbas a remojo porque existen conatos de esa sincronización de la que hablo. Las situaciones sociales y políticas de base estaban bien servidas desde hace muchos años. Los sistemas políticos son opresores y no garantizan plenamente el bienestar de la población y sin embargo todo estaba en calma hasta ahora. Sucede entonces que un detonante social (el suicidio de un mártir político) conmociona a toda una sociedad en Túnez y provoca esa maravillosa sincronización de la población en torno a una renuncia súbita a proseguir por el mismo camino. Es una voz desgarradora la que consigue llamar a la puerta de una sociedad dormida y despertarla en una vigilia común que los pone a todos a remar en la misma dirección en contra del régimen político en el mismo exacto minuto. La sincronización de ese pueblo llevó al logro de ese objetivo común y masivamente respaldado y generó ese efecto dominó de grito ampliado hacia culturas de ámbito similar en donde la situación político-social de base era muy similar. La voz de ese país vecino que tuvo su revolución consigue con ello despertar a los otros vecinos y favorece un proceso de sincronización en busca del cambio real que traspasa las fronteras.
No sabemos hacia dónde caminará toda esta sucesión de eventos. Tampoco sabemos si la revolución de Egipto será realmente una revolución porque, aunque aparentemente existe un clamor unívoco del pueblo egipcio por el cambio político, no existe esa sincronía absoluta de la que vengo hablando, pues las fuerzas coactivas del estado (ejército, policía,…) siguen en poder efectivo y real del gobernante, el cual está jugando muy inteligentemente sus cartas moderando con verdadera sutileza la expresión de violencia que fuera visible y condenable por parte del aparato del estado, respetando la revuelta pública organizada y permitiendo su normal expresión en los espacios designados. Con ello está tolerando lo que podríamos denominar un juego de revolución moderada en la que el control dosificado de su desahogo permite a la vez la extinción progresiva de su fuerza. Jugando así a la contrarrevolución bien se puede ganar por cansancio. Ya lo veremos.

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SOBRE LA REFORMA DE LAS PENSIONES

Vivimos estos días una urgencia inusitada respecto a la reforma del sistema de pensiones de nuestro país que debería hacernos reflexionar sobre las causas que han provocado tal apremio, cuando muchos de los planteamientos no tendrán efecto hasta haber transcurrido varios años. La actual crisis económica ha disparado todas las alarmas sobre la capacidad de las sociedades democráticas modernas para sostener el bienestar social que fue constitucionalizado hace décadas en todo Occidente y del que ningún ciudadano moderno admitiría ya renuncia o excesiva merma alguna. Sin embargo, el problema existe sobre la mesa desde hace muchos años en que se creó el estado del bienestar y parece inevitable que reviva cuando sobrevienen épocas de declive económico como la actual en las que muchos denuncian a un sistema que garantiza ciertos derechos a todas las personas, cuesten lo que cuesten y esté la economía como esté.

Por un lado tenemos claro que la democracia representativa es nuestro modelo ideal de sistema político dentro de todas las posibles opciones y experimentos políticos planteables; eso ya poco se discute tras el aprendizaje de la historia, y por otro lado estamos ya convencidos de que el Estado Social de Derecho en el que vivimos es el mejor sistema de los posibles para garantizar una mínima igualdad, justicia social y respeto a la libertad del hombre a los que podemos aspirar sin dejar de ser tan “humanos”. Pero, ante ello, nos damos cuenta de que existe un problema de financiación de este tipo de sociedad y que éste es tanto mayor conforme mayor es su solidaridad y el perdón a tantos y tantos ciudadanos de que no sean productivos, no sean capaces de desarrollar un trabajo de calidad o simplemente no tengan buena suerte en la vida.

No parece difícil financiar una comunidad de individuos perfectamente aptos, de excelente nivel profesional, con formidable salud, considerable fuerza e inteligencia pero sí es muy complicado financiar una sociedad real, con personas enfermas, niños que deben ser niños, ancianos que ya no pueden trabajar, trabajadores holgazanes o deficientes, y en definitiva una gran masa de personas a las que denominamos eufemísticamente clases pasivas y que no podemos “abolir” como muchos parecen (entrelíneas) pretender.

Afortunadamente, en los países desarrollados seguimos pensando en toda persona como algo valioso y digno de respeto y consideramos que el Estado, sostenido por todos los ciudadanos en una democracia, debe protegernos a todos, y más especialmente a los que precisamente menos le aportan. Ese dilema de si los que mejor están situados en la vida deben hacer algo por los que menos tienen, sigue y seguirá siendo siempre planteándose a lo largo del tiempo porque está incrustado en la base misma de la naturaleza humana. El hombre vela por su interés personal y busca sin excepción en todo acto y decisión una ganancia económica (en el sentido más genuinamente clásico del término) lo que le estimula para ser mejor, pues es imposible escaparse de la lógica de que si se consigue ser mejor que otros, se conseguirán mayores gratificaciones y se vivirá mejor que ellos. En dicha lógica se sustenta el sistema capitalista que defiende la clave del esfuerzo personal y la competitividad para incrementar la riqueza personal y, dentro de dicho sistema, la riqueza global colectiva (léase Adam Smith). Sin embargo, aunque sabemos que la riqueza global colectiva es eficazmente aumentada por el capitalismo, no podemos ignorar que dicho sistema, exento de acciones solidarias y redistributivas fracasa en la protección de los más débiles, los menos aventajados y en definitiva, los que peor saben o pueden competir ante los mejores sin que políticamente se intervenga para arreglarlo.

El Estado del bienestar pretende corregir esa desigualdad de algún modo, sin interferir excesivamente en la maquinaria del capital, sin pretender lesionar el complicado engranaje que lo hace funcionar con la única lógica del lucro individual que antes cité (porque no podemos ir en contra de la naturaleza humana), pero sin poder eludir entrar en una dinámica totalmente diferente que es la del sacrificio por aquellos que menos contribuyen al sistema, y de la solidaridad con los que simplemente quedan a remolque del sistema productivo. Esta faceta, tan indeseable para los mayores defensores de la máxima libertad del capitalista, es vista con mayor insolencia por tales precisamente cuando la economía entra en crisis. La crisis de la economía lleva siempre invariablemente a la crisis de la solidaridad porque la solidaridad es odiosamente cara para que el paga y más aún cuando éste se encuentra más comprometido en su “negocio”, aunque sea siempre beneficiosa para todos al fin y al cabo (¿quién no ha sido niño?, ¿quién no ha estado enfermo?, ¿quién no se jubilará de anciano si llega a la edad?)

Entrando en materia en el asunto de ese pilar tan importante del estado social de derecho como son las pensiones a las clases pasivas, en esa urgencia provocada por la preocupación sobre la viabilidad de un sistema que debería durar para siempre, podemos ver claramente que existe un doble debate que se genera a partir de ese supuesto de que el sistema es incapaz de ser todo lo solidario que se preveía, es decir, que el sistema es insostenible si no se reduce algo la solidaridad y/o no se mejora su justicia. Este debate doble consiste por un lado en la constatación de un problema de sostenimiento de la financiación y por otro, en la mejora de su gestión para hacerlo más justo y adecuado a los fines a los que sirve.

En el problema de la financiación se piensa que se puede reducir la carga económica que soporta el Estado invocando medidas que inciden claramente en una reducción de las prestaciones (congelación de las pensiones, supresión o reducción de algunas de ellas como las de viudedad, etc.) o que limitan o endurecen el acceso a las mismas (prolongación de la edad de jubilación, aumento del periodo de cómputo de vida laboral, mayor fidelidad en la equivalencia proporcional entre cotizaciones y salarios, etc.) Cualquiera de las medidas citadas resultan económicamente lógicas pero debemos insistir en que pueden venir acompañadas de esa factura contrasolidaria de la que vengo hablando.

Respecto a esa otra parte del debate que consiste en perfeccionar el sistema para hacerlo algo más justo, se proponen otras medidas que en muchos casos cumplirían paralelamente con la finalidad de hacerlo algo más sostenible (lucha contra el fraude, armonización de derechos de trabajadores en régimen general y autónomos, contención del abuso de las jubilaciones anticipadas, etc.)

Curiosamente se suscita una polémica de base, en este apartado, que nunca deja de resurgir una y otra vez, la de si es más justo un sistema de reparto como el actual (“caritativo”) o un sistema de contribución individual (capitativo). El dilema entre el sistema caritativo y el capitativo es nuevamente, en el fondo, el dilema de la solidaridad, pero muy probablemente acaba siendo un debate algo estéril e incluso diría yo, financieramente semántico, en ciertos aspectos. Las razones de ello se ven cuando nos preguntamos si el Estado seguiría teniendo la obligación de atender socialmente a las clases más desfavorecidas en un vigente Estado del bienestar a pesar de que existiesen numerosos trabajadores que se hubiesen acogido a un sistema capitativo. Si la respuesta es sí, nos encontraríamos que el Estado tendría por un lado la misma carga social que mantener, y por otro, esa carga de compromiso que supondría dar a cada trabajador lo suyo en exacto cumplimiento del contrato de inversión que éste hubiera formalizado. Al final, lo que vengo a decir, es que, siendo uno u otro sistema el que se decidiera, el Estado sería en último extremo el que tendría que pagar la factura social que existiera, por lo que podría ser igual de irrelevante considerar que el trabajador está ingresándose un dinero para su futuro de pensionista que considerar que está sosteniendo el actual sistema y adquiriendo con ello un derecho de ser atendido en el futuro en idéntica proporción a la de la aportación efectuada a la largo de su vida laboral. Por ello parece claro que un Estado solidario siempre va a repartir, y que lo hará con aquel dinero que, vía impuestos o vía ese otro tipo de impuestos denominados cotizaciones, obtenga en cada ejercicio.

Si la propuesta es, sin embargo, que existiera un sistema capitativo no gestionado por la Administración sino en manos privadas, lo cual es un planteamiento de corte claramente neoliberal pues se acompañaría ineludiblemente de la exigencia de dejar de tener que aportar al Estado las cotizaciones correspondientes del trabajador, evidentemente, bajo este supuesto, no habría ya Estado del bienestar alguno pues la posibilidad de redistribuir se habría visto totalmente suprimida.

Lo cierto es que parece curioso que sea exclusivamente en el tema de las pensiones donde exista un debate sobre qué modelo debería seguirse cuando dicho debate nunca sería admitido en otros órdenes como por ejemplo la sanidad o la educación. ¿Admitiríamos que debiera existir una inversión en educación equivalente al número de hipotéticos cotizantes que fueran padres con hijos en edad escolar en ese momento? ¿Admitiríamos que se pudiera reducir la calidad de la sanidad alegando que las clases trabajadoras sanas no son suficientemente potentes para mantener con unas hipotéticas cotizaciones la financiación del sistema sanitario? En estos temas nos queda claro que la financiación es pública y a fondo perdido, obtenida por los correspondientes impuestos de toda la sociedad y que ello no puede estar nunca vinculado al equilibrio entre el ingreso obtenido de unos hipotéticos cotizantes y el gasto generado por los beneficiarios de la protección estatal de ese momento (aunque antaño sí existió tal relación en materia de Sanidad, que felizmente fue superada.)

Por ello, no existe aún la noción en el asunto de las pensiones de que el Estado deba sostener su coste sin más desvinculándose de cualquier condicionamiento demográfico, y se sigue inevitablemente vinculando a un sistema con la lógica de un seguro el cual depende muy notablemente de un equilibrio entre las clases activas (“clientes” cotizantes) y las clases pasivas (“clientes” beneficiarios). Bajo esa perspectiva las medidas a las que se apela para su sostenimiento, ante la amenaza demográfica de una creciente población pasiva y una decreciente población activa, son siempre las mismas, las que provienen de una lógica empresarial. Si hay mucho cliente demandando compensaciones económicas, hay que reducir esa carga o gravar a los clientes que sostienen la economía de la empresa para ajustar la cuenta de resultados. Esa lógica es económica, no política ni social y fracasa sistemáticamente en ignorar una realidad peculiar en todo este sistema, el factor productivo. En el caso de la lógica empresarial también existiría y sería claramente el simple intento de incrementar el número de clientes pagadores (cotizantes).

El factor productivo sería aquel que hace que una sociedad tenga una capacidad equis de generar empleo y generar un empleo de calidad. Un sistema de reparto como el actual basado en cotizaciones es un sistema que depende del nivel salarial promedio (a mayor calidad salarial mejor ingreso en cotizaciones) pero muy especialmente de la masa de empleados como bien sabemos; por tanto, la capacidad de una sociedad de generar mucho empleo es la de una sociedad más productiva y por tanto la de una sociedad rica que no padezca ningún quebranto ni compromiso especial a la hora de poder mantener la protección de su bienestar.

Causa bastante sorpresa que se invoque una y otra vez el factor demográfico en el que existe ese pavor al exceso de clases pasivas impagables y se propongan medidas que limiten el acceso a esa condición de pensionista como la prolongación de la edad de jubilación por ejemplo, teniendo a la vez una de las tasas más elevadas de paro de las democracias avanzadas. Si existen muchas personas en edad y condición de trabajar que podrían producir y cotizar ¿por qué la solución sólo pasa por dificultar que los trabajadores alcancen la jubilación? Es una medida dudosamente social que perjudica a unos e impide la liberación de puestos de trabajo a los que podrían acceder los jóvenes en paro y otros tipos de desempleados y que elude entrar en lo que sería realmente beneficioso y eficaz par el sistema, implicar a todos los ciudadanos en el sostenimiento económico del país, reduciendo a cero las reservas de trabajadores desempleados y entrando así en la vía del pleno empleo. Debemos reconocer no obstante que el equilibrio entre clases pasivas y activas es imprescindible para el adecuado sostenimiento del Estado del bienestar, si éste debe seguir siéndolo y aspira a mantener su nivel de solidaridad, pero para lograr ese equilibrio, tan importante o más que optimizar la gestión pública, es alcanzar una economía fuerte y desarrollada que permita generar los ingresos apropiados que nutran al Estado para que éste sea capaz de sostener dicha sociedad solidaria sin gravar más de lo debido a aquellos que integran el sistema.

Hoy día, el hombre contemporáneo reclama mejor calidad de vida, mayor tiempo para sí mismo, mejor conciliación entre su obligación de trabajar y su deseo de disfrutar de la vida. Un mejor logro de la esperanza de vida y de las condiciones de salud no deberían verse sistemáticamente penalizados por la exigencia de seguir atrapados en la obligación de trabajar y producir, sacrificándose así siempre una y otra vez por el bien de la economía. Habría que buscar aquellas fórmulas que permitieran generar una realidad distinta que lograran la posibilidad de un mejor desarrollo del hombre en todos los niveles que no se viera obligado a renunciar a la lógica del bienestar de los nuevos tiempos. Conseguir eso puede parecer imposible pero quizás no lo sea. De cualquier modo, sin aspirar a ello decididamente jamás se logrará.

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SOBRE REFORMAR LA LEGISLACIÓN LABORAL

Según muchos expertos, debe ser reformada la regulación laboral de muchos países (y muy especialmente España) porque el empleo sigue una dinámica muy abrupta debido a la crisis. Ha tenido una expansión muy intensa y rápida en los años de crecimiento y sin embargo, con el advenimiento de la crisis, se ha destruido velozmente y en gran cantidad en sólo dos años. ¿Es eso propio de un sistema laboral poco flexible? Un sistema laboral poco flexible tendría grandes dificultades para generar empleo con la rapidez con la que lo hizo España en la fase expansiva y para destruirlo con la inmediatez con la que lo ha hecho en esta crisis. Por tanto, existe esa flexibilidad y existe gracias a que España tiene uno de los porcentajes más altos de precariedad laboral. Esta clase de trabajadores eventuales son los que entran y salen con esta velocidad de nuestro sistema por contar con un menor grado de compromiso de las empresas y tener por ello evidentemente muy bajos costes de despido. Por eso, cuando se habla de reforma laboral hay que entender que se está hablando de reforma del trabajo que se contratará a futuro y no de cambio en el trabajo que goza de la máxima protección, es decir el de las clases trabajadoras de empleo fijo, con derechos adquiridos irretroactivamente modificables, cuyo despido es el más caro para el empresario. Por ello, debemos darnos cuenta de que cuando se pone en marcha una reforma de la regulación laboral, que siempre pasa por aliviar las condiciones de carga que el emplear supone para el empresario, se está creando una nueva clase futura de trabajadores que ya no gozarán de los mismos derechos que esas clases antiguas de trabajadores fijos que mantendrán intactos sus derechos laborales, es decir, se está generando más desigualdad y se está haciendo sobre los trabajadores más vulnerables, que son los jóvenes y los parados de larga duración. Por otro lado, cuando se habla de reforma laboral existe siempre una preocupación por los costes laborales del despido lo cual sería parecido a que un matrimonio antes de casarse se preocupara mucho por los costes de su divorcio y no por la idoneidad de su decisión de proyecto de unión y la calidad de dicha relación. Por ello, el aspecto del coste de la carga laboral para el empresario, sin dejar de ser digno de consideración, no creemos que sea el más importante y sí el de la búsqueda de la competitividad. Se piensa en que se necesitará despedir porque a la larga no se confía en la calidad del trabajador ni del sistema laboral en su conjunto y por eso preocupa tanto el coste que tendrá la rescisión de la relación laboral. Siempre queda para el segundo plano la reflexión sobre cómo seleccionar a los trabajadores más eficientes y cómo mejorar su eficiencia y su motivación para una mejor competitividad. Esta búsqueda de la excelencia en la productividad no puede estar basada en un empleo preferiblemente precario, por muy económico que parezca el poder desecharlo en el momento en que mejor convenga. Lo barato sale caro, y de hecho, diversos autores reconocen este problema de un sistema laboral fomentador de la eventualidad como un factor importante de falta de recorrido formativo y por tanto de ineficiencia laboral, conducente a la baja competitividad endémica en que siempre se encuentra sumida España.

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LA INVERSIÓN DE LA LÓGICA SINDICAL

Los sindicatos surgieron históricamente para defender los derechos de los trabajadores en una época en la que hablar de derechos laborales era toda una novedad. El surgimiento de estas organizaciones era vital para intentar proteger la dignidad de aquellas personas que, por tener que vender su trabajo para subsistir, eran con total impunidad expropiadas de ciertos derechos fundamentales o eran flagrantemente devaluados en su condición humana. Así pues, recordamos el siglo XIX como un siglo convulso lleno de conflictos y reivindicaciones de la libertad del hombre obrero, que era el que se veía sometido a la trituración sistemática tan propia de esa primera fase del capitalismo asocial que emergió con la revolución industrial.

La idea de defender derechos laborales ha venido siempre aparejada a la realidad de aquel que en la escala social se encontraba en el nivel más inferior, en el estrato social más deteriorado, en la clase más baja. Los sindicatos tenían razón de ser, únicamente, en el contexto de la defensa de ese ser más débil que el resto, el ser humano trabajador que desarrollaba una actividad de carga excesiva, mal remunerada, en condiciones tantas veces infrahumanas, y para la que lo único que importaba era su capacidad de producción, nunca su salud, satisfacción, confort o realización personal.

Afortunadamente, ante tanta injusticia y egoísmo, los sindicatos surgieron en este nuevo mundo en el que el precio lo pone aquel que menos necesita vender o aquel que menos necesita comprar, tal y como manda la lógica del capital, y en el que los derechos laborales eran aún un inasumible perfeccionamiento de los derechos humanos totalmente inalcanzable, comenzando así a reclamar que los débiles tuvieran alguna fuerza. Rechazaban por tanto que el trabajador debiera trabajar hasta que sangrara y que la única limitación del esfuerzo fuera la limitación física por insalvable, traicionándose con ello el espíritu de solidaridad entre semejantes o simplemente la necesidad del respeto a una ética global igual para todos.

La evolución histórica del fenómeno sindical la conocemos bien. La evolución va muy en paralelo a la ideología socialista, comunista y anarquista en la que se pusieron en entredicho todos los viejos sistemas políticos y sociales y se exigió de la sociedad una renovación que tuviera por objetivo prioritario, o incluso único, la igualdad real de las personas. Los sindicatos han defendido por ello la igualación de derechos de los trabajadores a los del resto de los ciudadanos de estratos de mayor nivel económico o privilegio y esa era sin duda la lógica sindical hasta hace nada.

Sin embargo, surge desde hace pocas décadas un fenómeno curioso que tiene mucho que ver con ciertos “vicios” provocados por el estado del bienestar (al que yo denomino del “super-estar”). La revolución industrial ya fue superada, el logro de una democracia representativa justa con un sufragio universal ya fue conseguido en Occidente, la lucha por los derechos civiles de las minorías está felizmente avanzada para muchos casos, los sindicatos son ya pilares indiscutibles de un sistema político-social en el que se integran, del que se financian y en el que viven gracias básicamente al Estado. ¿Y entonces, cuál es el papel que hoy día les queda a estas organizaciones?

Si reparamos un poco en la conflictividad laboral que existe actualmente nos daremos cuenta de que curiosamente no existen sonadas revueltas de la mano de colectivos inmigrantes, o manifestaciones de parados, o huelgas salvajes de los trabajadores de las peores escalas o mínimos salarios (trabajadores eventuales, mileuristas, becarios,…) No es esa la conflictividad laboral que salta a la actualidad y que pone en jaque el sistema productivo. Muy por el contrario, la acción sindical más proactiva e incómoda se desarrolla a nivel “gremial” por parte de colectivos profesionales que no se encuentran precisamente maltratados en sus condiciones salariales y que bien podrían ser considerados élites profesionales pese a que en ocasiones tengan trabajos físicos o de notables exigencias de acceso o desempeño técnico (maquinistas de transportes, guionistas de cine, futbolistas, pilotos de aviones, controladores aéreos,…) ¿No podría decirse que esta situación que ahora vivimos es la resultante de esa inversión de la lógica sindical que da título a este texto?

Estos días hemos vivido un colapso sin precedentes en la aviación civil de nuestro país. El colectivo de controladores ha conseguido decidir e imponer que cientos de miles de personas no puedan ejercer su derecho de libre circulación más allá de lo que lo pueda permitir un tren, un coche o un barco, y lo que más se ha dicho ante tal abuso es que todo sucedía porque había una huelga masiva de unos trabajadores llamados controladores del tránsito aéreo. La inversión de la lógica sindical de la que hablo surgió una vez más y se materializó en forma de huelga de unos trabajadores que nadie puede negar que son de una clase laboral privilegiada. En los primeros momentos hubo incluso una cierta confusión por parte de los sindicatos de clase llegando a afirmar un cierto derecho a este recurso y a esta actitud, porque es lo políticamente correcto en términos sindicales. Por ello, por supuesto que jamás se pone en duda la legitimidad que asiste a todo colectivo de trabajadores a reclamar lo que crean oportuno siempre que lo denominen manifiesto o huelga, es decir, siempre que sigan el manual del buen sindicalista y den los pasos debidos marcados en la cultura de la reivindicación laboral. Está establecido que los derechos laborales colectivos son indiscutibles para todos y que es un pecado social pensar lo contrario, y esto es así sin discusión posible aunque se usaran por parte de un grupo de aristócratas asalariados o un grupo de multimillonarios, siempre que se autodenominen trabajadores y siempre que aleguen que son explotados laboralmente, por supuesto.

Pero no debemos llamarnos a engaño. Las reivindicaciones laborales de los controladores aéreos no son del estilo de las que podían elaborar las “Trade unions” o los sindicatos de corte marxista-leninista europeos de otras épocas que pretendían la superación de la degradación, y la mejora de las condiciones de una clase trabajadora inhumanamente explotada. No son, por tanto, reivindicaciones de igualdad sino de desigualdad. Se trata de mantener unos privilegios de casta laboral que sabemos muy bien que son inexistentes o muy infrecuentes en otros sectores laborales, es decir, que se trata de mantener la desigualdad favorable a un colectivo.

Por eso, este tipo de reivindicaciones laborales no suelen ser compartidas por la sociedad práctica y menos aún en un contexto de crisis económica en la que tantos y tantos se han resignado a no protestar y a no elevar la voz, sufriendo la pérdida de su empleo, accediendo a la reducción de su salario, o a la congelación de su pensión, por creer que dicha actitud es la más coherente con la defensa del bien común. Sorprende por ello enormemente que existan estos colectivos de trabajadores de élite que tengan un papel tan esencial y responsable en la prestación de un servicio universal que incide tan de lleno en el bien común y que sean precisamente los más beligerantes, los más insensibles y los más atroces en la defensa de su interés particular, poniéndole cualquier precio final a sus demandas y pisoteando tantos y tantos derechos ajenos.

Evidentemente, es un acto de egoísmo supino colectivo, pero se resguardan en la lógica sindical invertida de la que hablo, aquella que permite defender la preservación de la desigualdad favorable, la prominencia absoluta del bien particular frente al bien común, y cualquier otra injusticia social posible con el uso de una fuerza desmedida y una crueldad humana sin escrúpulos, simplemente con el único requisito de saber utilizar las reglas del juego sindical. En este juego todo queda aparentemente bien justificado, sea cual sea el fin inicial y el resultado final, si se emplea adecuadamente el término huelga o se propone una acción conjunta por parte de un organismo llamado sindicato y se defiende en el contexto de una supuesta amenaza flagrante de derechos laborales consagrados. Es el triunfo de la revolución capitalista individual de nuevo, del egoísmo del individuo frente al interés común, de la forma sobre el fondo y del efectismo sobre la lógica esencial de las cosas. Por ello, cuando vemos que la acción sindical es una herramienta formidable para perpetrar este tipo de acciones totalitarias que a tantas personas hace daño, y constatamos una y otra vez que ya no hay lucha laboral real por los parados, por los trabajadores en precario o por los oprimidos de otros ámbitos, nos damos cuenta de que esa lógica sindical que tantas personas salvó en otras épocas, ahora se ha invertido y hace que podamos presagiar el principio del fin del sindicalismo real y genuino.

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SOBRE LAS LIMITACIONES DE LA LIBERTAD DEL INDIVIDUO

Hay tres niveles fundamentales de limitación de la libertad del individuo: El primer nivel es biológico. Este nivel es el de nuestra condición física, que nos impide ser ingrávidos, volar, ver u oír más allá de donde podemos, y que no nos permite escapar de la necesidad de beber, comer o cumplir con otras necesidades corporales, ni decidir si estar enfermos o sanos. El segundo nivel es el adimensional del tiempo porque no podemos decidir el cumplimiento de nuestra voluntad en tantas y tantas cosas sin que deba existir un tiempo de tránsito para que éstas sucedan o se produzcan. El tercer nivel es el político, pues reside en las esferas individuales de libertad de los demás.

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LA CERTEZA DE DESEAR EL BIEN

 

Algunos hombres hablan con la convicción de la razón y la verdad sin deterioro que sólo pueden tener los hombres justos. Partiendo de esa limpieza, nada de lo que digan puede ser ofensivo al ser humano. La voluntad de las palabras y los actos que emiten está bien consolidada y enraizada en una nobleza espiritual que se sustenta en la noción absoluta de que son poderosos por su ánimo benefactor y su ansia de justicia. Sin embargo, la firme voluntad que inspiran los buenos deseos, el sentido de la justicia y la certeza de estar haciendo el bien no siempre se acompaña de la precisión en el juicio sobre lo que acontece en la realidad. Además, es muy posible que dentro de una misma realidad coexistan dos resultados distintos merced a una diferente interpretación de los ánimos y las virtudes o vilezas humanas percibidas.

Por todo ello es muy posible que dos o más personas que se saben bienintencionadas puedan tener serias discrepancias en su interpretación de la realidad. Las personas justas también discuten y entran en controversias y podríamos decir que toda ideología soportada en valores universales es una manera diferente de diagnosticar el mundo y de intentar dar soluciones globales a sus problemas.

Entrando en una de estas controversias, tenemos que recordar que el otro día se produjo una muy sonada debido a una diferente interpretación acerca de la forma de ejercer su poder la industria farmacéutica y más concretamente, a la hora de intervenir o interferir en la investigación científico-médica. Ante una postura de cierto pesimismo frente a lo que se supone que sucede en este ámbito, se contraponía una visión algo más optimista y benigna respecto a dicho asunto, que era la mía.

Si bien es cierto que la industria farmacéutica mundial es un capital poderoso (el primero o el segundo del mundo en volumen) y su lógica es extremadamente similar a la de cualquier otro tipo de macro-empresa de cualquier otro sector, también debemos entender que vende sus productos y opera en un mercado mucho más regulado que otros, el de la salud. Siempre hay voces vigilantes que intentan descubrir conspiraciones o falsos argumentos en la acción de las empresas del sector sanitario (se incluyen en éste el sector diagnóstico productor de elementos necesarios para la tecnología de los laboratorios de diagnosis y el farmacéutico, fabricante y comercializador de fármacos). Tenemos ejemplos diversos como el de la denuncia reciente de la connivencia de la OMS con las grandes multinacionales fabricantes de vacunas antigripales en la reciente pandemia de miedo frente a la gripe A. Y podríamos decir en todos estos casos que, cuando el río suena, agua lleva, pero también debemos ser cautelosos y no pensar que todo este mundo está lamentablemente contaminado y que al final los intereses comerciales se imponen frente a cualquier otro interés más elevado, como es el de la salud de la población. Indudablemente hay demasiados individuos egoístas y maliciosos en puestos de poder y en posiciones de excesiva ganancia, pero estoy convencido de que hay muchos más que al menos son normales y no sufren de la enfermedad del ansia por acumular capital a costa de empobrecer al entorno en el que viven u operan. Quizás soy un ingenuo por mi optimismo antropológico que me hace pensar que en el fondo de todo hombre existe una llama, en algunos más viva que en otros, que les exige una última acción o justificación en beneficio de los demás respecto a todo lo que decidan o hagan. Quizás soy un ingenuo, pero me gustaría conservar esa esperanza en el ser humano hasta el fin de mis días.

«En general la mayoría de los hombres quieren ser buenos, pero no demasiado ni tampoco durante excesivo tiempo». Georges Orwell.

 

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